Los amantes de la literatura que por un casual no conozcan todavía a Andrés Ibáñez no sospechan remótamente lo afortunados que son, los que ya lo conocen estarán contentos de saber que el pasado mes de febrero se publicó su última novela: La lluvia de los inocentes.
Una obra de casi quinientas páginas encerradas en una maravillosa y elegante edición, con un bonito grabado de Ceesepe en la cubierta que anticipa el ambiente ochentero que encontraremos dentro. Galaxia Gutenberg, su nueva editorial, ha abierto una nueva línea que trata de recorrer la veta de jovenes narradores con proyección, y hace como digo un ejercicio editorial notable, entregándonos un volumen compacto, hermoso, gustoso de leer, no en vano Galaxia es una de las mejores editoriales de nuestro mercado.
Aunque es algo irregular en su estructura y no tiene problemas en demorarse por las sugerentes sendas que se le ofrecen a mitad del camino, la lluvia de los inocentes es con mucho, la novela más canónica de su autor. Con un cierto tono biográfico que le acerca en ocasiones al libro de memorias, Ibáñez hace un recorrido que va desde las postrimerías del franquismo, la denominada dictablanda, hasta los felices y anárquicos años 80 en que nuestra democracia comenzaba a consolidarse. Es en ese sentido una novela generacional y la exhaustiva minuciosidad de sus primeros capítulos nos recuerdan al mejor costumbrismo de Manuel Longares en Romanticismo, precisamente donde terminaba esta comienza aquella.
En ese sentido esta novela de Ibáñez tiene algo de realismo decimonónico, un tono absolutamente inhabitual y casi impensable en un autor como él, una novela con tacos y que le dedica cuatro páginas a la cola de Franco, escrita en estilo muy sencillo, a veces sobrio y explicativo pero siempre fresco. Así pues estamos en una novela muy extraña, una novela generacional llena de nocilla, de comic de flash gordon, de niños de Rusia y de lecturas de infancia y juventud. ¿Cómo es posible que la lluvia de los inocentes pueda resultar a pesar de eso una novela tan apetecible? ¿Cómo es posible que sea una de esas novelas que uno literalmente devora con los ojos disfrutando como un niño? Quizá precisamente por su tono que en esa primera parte está perfectamente ajustado a lo que cuenta, se trata de una voz ingenua, no tanto por inocente como por su mirada vírgen sobre el mundo, precisamente esa visión que todos tenemos en la infancia antes de adaptarnos a la explicación de estraza y contrachapado que nos ofrecen padres y profesores. Mateo observa el mundo asombrado ante sus misterios, misterios hechos forma en aquellos años sesenta y comienzos de los setenta. Y en ese mundo de niños está el mundo de los adultos, de los recién venidos de Rusia, de la realidad casposa española del momento, su complejo de inferioridad, sus indisciplinados profesores y la rigidez academicista a la hora de calificar el arte.
Después el tono cambia, llega la adolescencia, el encuentro con la literatura "seria", el malditismo, el existencialismo tan en boga por aquellos años, y que aquí llegaban con retraso. Los años de bachillerato, su relación con la música y la literatura, sobre todo con esta última, los amigos, los amores de adolescencia siempre desdichados. Me he sentido alarmantemente identificado con muchos pasajes, porque ¿Cómo es posible que las cosas hubieran cambiado tan poco dieciséis años después? Los mismos prejuicios, la misma cultura del alcohol y el sufrimiento como pasaje de identificación de la intelectualidad y el arte. El humor tan cándido del principio se hace ahora algo más ácido que en los primeros capítulos, al capítulo mencionado del apéndice del dictador, se une la maravillosa descripción de esos arquetipos tan españoles: El paleto y el Tolilo, que supone un momento antológico de humor del libro y de toda la literatura española. ¿Por qué resulta tan sorprendente hacer literatura de alta calidad y a la vez humor? Esta sorpresa me ha acompañado a lo largo de todo el libro. Algo que tiempo atrás me pasó leyendo Fabulosas narraciones por historias de Antonio Orejudo o Fuegos con limón de Aramburu aunque aquí desde un sarcasmo más hiriente.
Durante toda la novela se nos ofrece un retrato minucioso de los personajes con los que se va encontrando el protagonista, como en la vida de cualquiera algunos tienen un papel importante y otro secundario, pero todos están descritos magistralmente, resultan fascinantes y misteriosos pero sin embargo son indudablemente humanos, son cotidianos y vulgares, son geniales y maravillosos. A veces nos gustaría que se nos contara más sobre ellos, que pasó con el cándido José María y con Miguel, su amigo de siempre. Fabricio y Pedro son personajes enormemente complejos y otros más secundarios como Ines resultan irritantes y al mismo tiempo adorables. Todos forman parte de la baby boom, su falta de compromiso político, su ingenuidad y su desorientación, pero más allá de eso son humanos. La visión del autor sobre sus personajes parte siempre de la ingenuidad y del asombro y eso es algo que yo personalmente no me canso de agradecer.
Para terminar y sin querer desvelar nada de la trama diré que su autor, amante de los escarceos posmodernos no puede evitar meter a Adán y Eva en el corte inglés de Castellana o hacer una hermosísima reflexión sobre la paternidad y la hermandad a partir de un album de geografía humana. Para mí esta es una de las grandes virtudes de Andrés Ibáñez, desde "La música del mundo" y sus hermosísimas teorías que me dejaron fascinado, siempre me ha resultado sorprendente la facilidad que tiene para presentarnos ideas sorprendentes, perfectamente argumentadas pero sobre todo bellas y cristalinas. Se me viene a la cabeza esa explicación de como Europa está unida a través de las campanas de sus campanarios, por citar algo que leí hoy mismo.
Mi episodio favorito es la descripción del parque Flermonde, no sólo porque está escrito de forma alucinante sino porque encierra una idea que aparece como germen en todas las novelas de su autor de alguna u otra forma y sobre todo porque al leerlo se tiene la impresión de que más literatura estamos ante una de esas narraciones mitológicas que trascienden fronteras y épocas.
Todo tiene cabida pues en esta imprescindible "lluvia de los inocentes", el tono confesional, la narración limpia y sencilla de la novela decimonónica, la belleza de sus reflexiones que nos hacen empaparnos de alegría, pero también de tristeza y también de esperanza. Lo elevado y lo bajo, lo evidente y lo esotérico. Estas casi quinientas páginas son sólo un pedacito de lo que su autor nos podía haber mostrado, seguramente ha decidido guardarlo por el momento dentro de su estuche, atado con el viejo bramante, dentro de la alacena más alta del armario y seguramente nos lo vaya entregando lentamente en sus futuros libros.