Se deja ver al principio en los prunos y los almendros de la ciudad, esos solitarios especímenes que pueblan parques y avenidas, pero también isletas, recovecos de la M30, árboles a los que no les poníamos nombre por desnudos y que se han de cubrir para desenmarcararse. Luego, poco a poco, amparados en el sol interior, terriblemente hermosos van salpicando los campos, las estribaciones de las sierras, la de Guadarrama y Gredos pero también las pequeñas huertas.
No pueden pasar desapercibidos, son ciruelos, cerezos, abriendo al unísono sus pulposos brotes en armonías rosadas, blancas, casi púrpuras a veces, imposibles, hermosos y terribles.Vienen a recordarnos que hay vida, pese a las cremalleras con que nos encoge la ciudad mientras imaginamos un futuro torpe. Es la terrible melodía de la primavera, oye lo que dice, cuenta que el invierno está por terminar y con él su engañoso canto de que no estamos muertos, que la vida era esto y ahora no, vienen estos brotes, estas filigranas imposibles, blancas, rosas, que nos delatan mustios y deshojados, terriblemente dormidos.
Esa asimetría que con frecuencia se produce entre el estallido impúdico de la naturaleza y nuestro estado físico o anímico es terrible, sí..
ResponderEliminarUn texto precioso...